Tanto organismos nacionales como internacionales alientan a
la población a denunciar los actos irregulares (de corrupción) que se presentan
en la administración pública. Tal gestión es loable. Sin embargo, para los
denunciantes implica riesgos proporcionales a la magnitud del delito denunciado
y al poder acumulado de los hechores señalados.
Cuando los poderes del estado se encuentran alineados y
alienados a una sola fuente de poder y los operadores de justicia carecen de
identidad propia e independencia, las posibilidades de sindicar con éxito a un
delincuente, son escasas.
Y sí al control del poder público se suma, la mediatización
de los instrumentos mediáticos, el denunciante en lugar de contribuir a un
propósito altruista puede resultar destruido por la feroz embestida de los
tarifados voceros del gobierno de turno.
A pesar de todo, los esfuerzos de lucha contra la
corrupción, permean cada vez más la conciencia de la población. Y la
intolerancia hacia las acciones corruptas es cada día mayor.
El drama de los corruptos se va pareciendo a la versión popular
de aquellos que con frecuencia se pasan de copas: cuando la mina de la
corrupción está explotándose, aflora la alegría del mono; al ser descubierto y
denunciado, el tigre muestra las garras y el delincuente utiliza todos los medios posibles para atemorizar a
sus acusadores, amenazándolos hasta con la cárcel; finalmente, cuando los
alcanza la justicia, las celdas penitenciarias constituyen el mejor acomodo al
que pueden aspirar. Y ese ambiente no es tan diferente al de las porquerizas. O
a veces puede resultar peor.
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