La fiesta familiar de fin de año transcurría animada, alegre
y pródiga en bocadillos y bebidas para el disfrute de los reunidos en la
celebración.
Unos minutos antes de las doce de la noche, un grupo de invitados
ubicados en el porche de la casa, se sorprendieron ante la caída de un objeto.
Cuando indagaron de qué se trataba, encontraron en una baldosa del piso, una
pequeña perforación y un poco más allá, una bala aplastada de una pistola nueve
milímetros.
A pesar de filtrarse entre el grupo, ninguna de las 10
personas alrededor del impacto del disparo sufrió daño alguno. Afortunadamente
todo resultó un susto y los invitados invirtieron unos minutos para comentar lo
que pudo haber ocurrido sí la bala, que traía una trayectoria parabólica,
hubiera impactado en el cuerpo de uno de los presentes. En este caso, el irresponsable acto de un gatillo
alegre que disparó la bala perdida, no se convirtió en un homicidio.
Las balas perdidas y sus disparadores gatillo alegre, no
tienen nada de divertido y en reiteradas ocasiones convierten en tragedia su
incontrolable instinto homicida, puesto que, quien aprieta el gatillo
disparando al aire, sabe que la bala retornará a tierra, con la misma velocidad
con que salió del cañón del arma.
Los gatillos alegres no solo proliferan en las fiestas de
navidad y año nuevo. Cualquier celebración despierta su conducta homicida,
desenfundando el arma, alzando el brazo y empezando a disparar esperando que el
destino final de la bala no sea el cuerpo de un inocente despreocupado que no
espera acortar su vida a costa de un insensato desalmado, que juega con la
muerte.
Es en las fiestas de fin de año cuando las personas
prudentes buscan los rincones más seguros de los lugares en donde se
encuentren, evitando tropezarse con las balas asesinas de quienes confunden el
permiso de portar un arma con la licencia para enviar a un cristiano al otro
mundo, sin pagar por el crimen.
El precio de la municiones y alto costo de las multas
impuestas a los gatillos alegres no detendrá su desenfrenada afición. Quizá, sí
los adictos al gatillo tienen algún grado de conciencia, la posibilidad de ser
culpables de una muerte por causa de su acción sin sentido los haga reflexionar
y busquen otra forma menos peligrosa de dar rienda suelta a su instinto homicida
sin provocar bajas. Evitando el daño que pueden infligirse a ellos mismos.
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