La imagen de un país la construyen los nacionales del mismo
y los extranjeros que se integran de manera permanente para engrandecer al
terruño con su fisonomía, comportamiento y sus acciones. Las bellezas naturales
como montañas, ríos, mares y otros accidentes geográficos contribuyen a la imagen
de la nación, pero sólo son accesorios de su activo principal: la gente que lo
habita.
El aspecto físico actual, resulta en el caso hondureño, de
una mezcla de descendientes: de las tribus indígenas, los conquistadores españoles,
los garífunas y los inmigrantes provenientes de Europa y Asía,
fundamentalmente. También heredamos sus culturas de las cuales no podemos
escapar, pero a su vez no podemos culparlos de nuestro estatus cultural actual
y llegar al extremo del desprecio con hechos vergonzantes como derribar la
estatua del descubridor de América. Eso es simple involución.
Las instituciones, se copiaron de España. Pero la forma esquizofrénica
como se manejan hoy no es culpa de los españoles. Es nuestra responsabilidad.
Desde que los padres de la república concluyeron que había que independizarse, eso
conllevaba la responsabilidad de comportarse como adultos civilizados. Salvo
escasas excepciones, no hay plan con plazo más allá de un período de gobierno,
ni institución pública que mantenga el mismo nombre por más de 50 años. Y tampoco se
trata de la cantidad de tiempo de un mismo partido en el gobierno, si no de la
calidad de gestión en beneficio de las mayorías.
La disfunción de las familias se traslada a la sociedad. Y
los valores de respeto, solidaridad y prudencia se postergan ante los
privilegios transitorios que representan la tenencia y ostentación de bienes
materiales. Una herencia que no corresponde se antepone al amor filial que debe
prevalecer entre parientes. Y la suma de familias enemigas entre sí, continúa
interminable para fortalecer la noción de un país dividido.
La suma de escándalos de corrupción que se remontan al fallido
canal interoceánico, cuyos gestores hondureños se robaron la plata para
adquirir castillos en Francia, ha sentado la pauta del modus operandi delincuente
y criminal de quienes ostentan el poder exclusivamente para su propio
bienestar, menospreciando las repercusiones presentes y futuras para millones
de conciudadanos.
La imagen de un país no es cuestión de logos, cancioncitas,
anuncios o rasgarse vestiduras exigiendo lo que no es. Tampoco se trata, para
adentro y para afuera, que sólo se digan bellezas alejadas de la verdad. La
imagen, en las familias y en las naciones, depende del esfuerzo persistente de
sus integrantes y está en función de la construcción de un amor y una
autoestima que precisa de educación, perseverancia y esmero.
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