Ha caído el telón de la tragicomedia política y la abominable
reelección se ha consumado. Una ola de abatimiento, tristeza, melancolía e
impotencia se ha apoderado de numerosos compatriotas a través de sus sentidas
expresiones de inconformidad en las redes sociales. Es un sentimiento entendible.
Pareciera que había esperanza por una
acción providencial que a última hora detuviera el más abyecto acto de
violación: la conversión en damisela de la constitución de la república.
No es posible establecer un corte transversal en el nivel de
dolor de la población hondureña que se siente ofendida por tan abominable acto.
Pero, esa triste rabia tiene visos de un sentimiento de culpa. Como que no se
hizo lo suficiente para que la historia fuera otra.
La tristeza, hermana de la depresión, arrima a los humanos a
la pared de la inmovilidad. Es más, esa tristeza eleva la alegría de aquellos
que se han salido con la suya… por ahora. Es necesario recomponerse para enfrentar
los hechos consumados y replantear las estrategias y tácticas que amortigüen
los golpes que seguirán, puesto que, el ahínco manifestado en la concreción de
la más grande ilegalidad del siglo XXI no es asunto para desperdiciar la oportunidad
que se plantea a sus ejecutores.
La vida continúa y el país requiere de la mayor cuota de
resiliencia de parte de aquellos que sienten burlado su anhelo por una patria
mejor. No se trata de sugerir un estoicismo,
con inclinación al masoquismo. Se trata de digerir el trago amargo de la
realidad, interpretando que, un conciudadano armado bajo el mando del orden establecido
equivale a 200 votos de civiles que fueron esperanzados a ejercer el sufragio en las urnas. A
partir de hoy, la sabiduría, serenidad y templanza serán instrumentos claves de
supervivencia para superar los retos adicionales que se avecinan.
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